viernes, mayo 23, 2008

Contar tristeza

Fue en mis los primeros años de infancia, justo cuando luchaba por destacar por encima de los que me rodeaban, para forjar mi carácter parásito, nunca suficientemente saciado de sentimientos ajenos. Fue en el momento en el que aprecié la inexistencia de un Dios, al saber que yo no lo era, en ese mismo momento me di cuenta de dos cosas, mi falta de sensibilidad y mi falta de intuición. La primera falta me hace no llorar ante la ausencia, ni siquiera derramar una lágrima ante el dolor ajeno, a veces hasta puedo imaginar escenarios de dolor fabuloso para intentar emular en mi soledad como sería mi comportamiento en ese momento. Vivir sin sentir, sin sentir amor, dándole al mismo el único valor que se le da a una fuente de sentimientos de la que poder alimentarme hasta que se quede seca, momento en el que la abandonaré en busca de otra sin llorar gracias a la cegadora voracidad que me guía. Vivir sin sentir pena, con una sonrisa dibujada, relativizando cada mal como si de ese modo dejase de estar presente, buscando una explicación que sane en cada momento, pero sólo momentáneamente, cura transitoria para que la pena no obstaculice mi hambre de vivencias. Así me he rodeado de personas que rebosan sentimientos, una fuente de energía que me garantiza el sustento ante la imposibilidad de la vida eterna. La segunda falta me impide ver la maldad en el prójimo, me evita ver segundas intenciones, caras ocultas u otras cosas que me pudiesen negar un acercamiento hacia ellos. De esta manera he abrazado a mucha gente en el sentido literal y figurado, diferentes olores, diferentes cáscaras que yo examino con descuidada precisión. Así se me muestran cada uno con su máscara y yo impotente al no ver más allá del maquillaje, hasta que algún sabio con nombre de emperador me abre los ojos y me muestra el carnaval que desfila cada día en nuestras calles. La falta de intuición me impide crecer, me condena a una simplicidad digna de un objeto carente de partes móviles, no veo el amor, el odio, los anhelos… sólo veo piel, sudor y pelo. Entonces me doy cuenta que estas dos faltas son las que me han hecho ser especial.

Debido a mi carácter singular desde muy pequeño al no percibir lo ajeno con la pericia que lo hacían los otros tuve la ocurrencia de crear listas, tediosas listas en las que anotaba comportamientos repetitivos sin escatimar esfuerzos en la recopilación de los datos, la falta de intuición me obligo a enumerar, a resumir mi vida en largas listas que también albergarían mis miedos y mis mentiras. Desde que tuve la capacidad de escribir guardaba aquellas listas como si de un tesoro se tratasen, listas que a mi modo de ver en un futuro tendrían un valor incalculable a la hora de adoquinar mi camino. En un primer momento fueron listas triviales, días que se tardaba en gastar un bote de Calcio 20, números de las diferente líneas de autobús que me cruzaba por la calle o desde el coche, color de los coches que pasaban tras la ventana que separaba mi parte superior de litera de la calle etc. Las listas iban aportando decepciones casi de manera continua, en primer lugar la lista en la que se encontraban los datos de los días en los que se vaciaba una botella de Calcio 20 eran casi siempre los mismos y surgían de dividir el contenido del bote entre 4 cucharadas que puntualmente se bebían mis hermanos y yo,eso siempre que ninguno hiciera trampa y tras beberse la botella entera la rellenara con leche cometiendo errores que yo detectaba puntualmente con sorpresa y satisfacción. En segundo lugar la compañía de autobuses repartió entre los usuarios un desplegable con todos los números de sus líneas, trayectos que hacían e incluso un mapa de la isla croquizando dichos recorridos. Y por último los coches blancos y las motos ganaron con contundencia a los coches de color y vehículos especiales. Tres decepciones que me hicieron modificar esta última lista, añadir datos falsos, contar doble, engañaba en el papel y me engañaba a mi mismo para que el color ganase la batalla a la ausencia del mismo. Me atemorizaba la idea de una mayoría sin color, una mayoría gris, ambiciosa y que me juzga, se alargaba la sombra de una muchedumbre que infecta de necedad se me cruzaría tarde o temprano en el camino.

Así me paso largos ratos, modificando mi base de datos para que siempre gane el color y que mis listas cada vez más débiles y viejas mantengan en su seno y en sus nexos la base de mi casi extinta felicidad.

Aquellas listas siguen residiendo dentro de mi, pocas quedan en papel, tan sólo alguna carpeta en la que se acumula la falacia escrita, pero en cada paso que doy son ellas las que coordinadas en una ecuación imposible y e irresoluble me marcan el camino. Así me muevo azaroso guiado por un tropel de listas desbocadas, irreverentes y corruptas, anulo la creación de nuevas listas, pero la falta de intuición me obliga a volver a enumerar y así me sorprendo en la calle realizando otra lista al pasear. Lista ante la que el resto se postran y en la que se embeben, lista que me rigidiza la musculatura facial y sustituye mi sonrisa por una mueca siempre ajena para mí.

Llevo semanas caminando y observando el rostro de aquellos que transitan por las mismas calles que yo, el belfo inexpresivo, las bocas incapaces de esbozar una sonrisa. Rostros mayoritariamente tristes, envejecidos y convexos. La lista tenía un claro ganador, existía una mayoría de gente incapaz de sonreír, eso podría explicar la irrelevancia de sus vidas pero no me dio pena, en vez de eso el asunto empezó a preocuparme ya que mi rostro a ratos se volvía rígido y ante un espejo en ocasiones era incapaz de sonreír y si lo hacía era a costa de un enorme esfuerzo por cambiar la expresión de una boca que ya era la de una muchedumbre infeliz. Algo había cambiado mi mueca, lo que ni la muerte ni el desamor hasta entonces había conseguido, el asunto se agravaba si consideraba que este hecho ya estaba reflejado en una lista que se propagaba como la peor de las enfermedades, ahora había dejado de ser yo para ser ellos, para ser domado por una lista que sentenciaba de muerte a mi alegría.

Mi afán por contar tristeza me había convertido en el espejo, en el nítido reflejo de la misma, pero ya era difícil echar el tiempo atrás, la lista y todos esos rostros desfigurados por la pena ya estaban en mí como una mayoría enjuta, estéril y desnutrida que había tomado posiciones para dinamitar lo que quede de mi esencia. Miré a mí alrededor, a las fuentes de sentimientos, pero no era suficiente, todo entra precipitadamente en un estado de putrefacción irreversible, y si no es así se encuentra demasiado lejano en el tiempo o en el espacio. ¿No existe nadie tan fuerte como para iluminar mi gesto? Hice un esfuerzo y me acordé de tres ninfas, las fui a buscar con la mente y con el cuerpo para escucharlas, para sentir el aliento tras sus voces, para tocarlas. Tres islas de sonrisa amplia, tenía que encontrarlas.

Mi viaje comienza regresando a un antiguo hogar, miré hacia él y extendí su eje principal cinco veces, para situar el polo sur y orientarme observando el reflejo de un giro que yo me empeñé en imaginar como el giro de un reflejo. En este hogar residí largos años, bajo su techo de sábana colgada apoyaba mi cuerpo en expansión en una barra donde siempre me ponían dobles raciones de cerveza. Las dobles raciones de cerveza siempre me daban fuerzas, alas de esa imaginación que sólo puede ser aniquilada por la resaca, no cambiaba nunca nada salvo las manos que me entregaban mi primario combustible, unas veces ásperas manos de trabajo bien hecho y otras veces manos tan delicadas y suaves que se rompían como porcelana contra el suelo que también era de sábana. En aquel lugar aprendí a cazar mamíferos con dardos que posteriormente me guardaba ensangrentados en una bolsa hecha de piel de camello y que sonaba como un camello, también aprendí la diferencia entre una sonrisa bonita y una sonrisa sincera, entre la soledad y el silencio de las tardes de domingo y también entre el esclavismo y las ganas de vivir que se proyectaban como vómito en una bolsa que llegó tarde y convirtió la libertad en un aspersor latinoamericano. Al llegar a aquel lugar en el que tanto había vivido me di cuenta de que ya no era el mismo, las sábanas eran madera y la constelación que antes era daga y sangre ahora representaba un canguro mitológico mitad albino, mitad tostado por el sol. La cerveza ya no era cerveza y el que me enseñó a cazar mamíferos se había cortado la coleta, lo que no cambiaba era la suavidad de unas manos y la aspereza de otras y a eso iba yo, a mirar detrás de la barra en busca de una sonrisa que formara parte de un bucle que me diese fuerza para volver a ser yo mismo. Y allí estaba, como un foco, su sonrisa deslumbrante en el centro de aquella cara que se empeñaba en cambiar cada día, no para ser más bella sino para serlo de otro modo, belleza polimorfa y constante. Allí estaba sola, solita y sonriente, con una fe ciega en el amor que le había hecho inmune a los decadentes agentes externos, se me acercó y me dijo: “No me cuentes nada triste que yo aún sigo creyendo en el amor”, se giró de manera brusca y una bocanada de aire me acaricio el rostro y sentí su olor mezcla de hierba mojada y frutos rojos, casi de manera automática saqué la lista maldita y apunté su nombre, una batalla perdida para los rostros convexos.

Mi viaje continúo no lejos de allí en un lugar que se sitúa en el epicentro mismo de la huerta de Alboraya, un horno de pan sobre el que se vierte aceite denso y verdoso, de oliva nueva y con carácter, un aceite obtenido al prensar las mismas con los dedos meñiques de ambas manos uno contra otro y una sola vez, sobre el pan y el aceite cualquier cosa que escupiese el campo. Siempre que regresaba a la casa de Fernando el católico, como le gustaba que le llamasen a aquel hombre de campo analfabeto por vocación e infeliz casi por equivocación, lo primero que hacía era comer y cada bocado que daba me hacía escuchar de manera más clara una percusión que contagiaba a todo el que la oía, cuando ya había terminado el tercer trozo de pan podía distinguir perfectamente aquella música y verla bailando en el centro de una parcela en la que crecía el trigo verde de esperanza que se negaba a seguir creciendo para nunca ser segado y perpetuarse como la alfombra que bese cada uno de sus pasos, con el flequillo cortado hasta la parte superior de la frente y largos mechones de pelo nacían en la base de la nuca, ella bailaba sin parar una danza que en sí misma dibujaba una sonrisa siempre perseguida por un perro que tenía la capacidad de reír a carcajadas tras beber dos vasos de vino. Cuando me veía, sus ojos marrones inexpresivos para la muchedumbre brillaban, casi parecían mojarse con una película de luz que donde alumbraba hacía crecer de manera inmediata todo tipo de frescas hortalizas y generosos árboles frutales. Dejaba de bailar sólo para mirarme, no quise acercarme para no interrumpir su danza dadora de vida, cuando me alejaba apuntando su nombre en la lista no podía evitar sentir el resplandor de sus ojos en mi espalda y escuchar las carcajadas de aquel perro afortunado que bailaba sobre sus patas traseras los pasos de su fortuna.

Al salir de Alboraya quedaba la parte más larga del viaje, me tenía que desplazar a Italia para buscar a Diletta, su nombre no es ese pero nunca lo recuerdo y así me gusta llamarla cuando la imagino. Italia es un país caracterizado por la geometría de su frontera, si unimos adecuadamente los vértices de su costa podemos formar un heptágono perfecto y si nos situamos en el punto medio de la recta que une uno de sus vértices con el centro del polígono, entonces estamos en Roma. Al llegar a Roma me llevé una desagradable sorpresa, no había movimiento alguno, sus habitantes eran maniquís, unos despojados de parte de sus extremidades e incluso con una notable población de maniquís decapitados. Todo era de carton piedra, imágenes planas de una realidad en la que sólo yo parecía tener volumen, en aquella ciudad y en aquel momento yo era la persona más gorda y más vieja, no me perturbó. Fui a buscar a Diletta en las estrechas calles en las que la vi por última vez, miraba fijamente al suelo porque a ella siempre le gustó caminar de cuclillas aferrada a sus cuadros, que vendía o pintaba a cada rato. No me costó encontrarla, en una esquina con una sonrisa imperfecta pero limpia, una sonrisa que roba y que desafía la perfección con sus dientes superpuestos, había llegado al final de mi viaje, en una ciudad donde sólo había movimiento en mi, en Diletta y dentro de sus cuadros, donde se podían ver los girasoles meciéndose con una brisa que no corría, los molinos moviendo sus aspas para moler el trigo y ella de cuclillas y yo me descubro torpe dejando un segundo de mirar su sonrisa para mirar sus senos, dejando de lado sus ojos grandes y su piel canela por el olor. Saqué mi lista y anoté su nombre, me marché con la difusa figura que mostraba la mezcla de sus ojos, sus senos y la sonrisa bella e imperfecta, aceleré el paso para dirigirme al lugar donde resido, tropezando con aquellos maniquís que caían y se rompían en mil pedazos, buscando la relación geométrica que me hiciese salir de aquel país ya condenado por otras listas ajenas a mi.
Ahora cada vez que me sorprendo enumerando sonrisas y rostros entristecidos sé que nadie me mira, y cuando la cosa va mal las cuento a ellas y realizo de nuevo mi viaje que es reencuentro, las cuento una y otra vez y ellas tres siendo otras tres se suman a ellas mismas, lo que me permite crear mi bucle falaz e infinito y poder contar tristeza sin contarme a mi.

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3 Comments:

Blogger El chicharrero terrible said...

O has leído a Houellebecq o tienes que hacerlo ya. Lo que si es seguro es que tienes el alma fuerte y haces listas. Ja.

¡Magnifico! Quizas frases muy largas. Manos comas, mas puntos. Pero bueno, por decir algo.

.

11:42 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Sincera introspección

10:32 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Que tu fuente de sentimientos no se agote nunca, aún así, si llegan momentos de sequía ya sabes con quien puedes contar para hidratar esa FELICIDAD que siempre te ha acompañado y que espero nunca te abandone.

Dardos ensangrentados, dianas pisoteadas, líquido elemento, conversación burlesca con un amigo y sonrisas sureñas crucificadas nunca han de faltar.

Añade esto a tu lista y la tristeza será contada siempre junto a la FELICIDAD.

10:18 a. m.  

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